Friday, December 31, 2004

El fin de los cuentos de hadas

Soy asturiana y tengo 34 años. Esta introducción, que sería más propia en una reunión de alcohólicos anónimos o de cualquier terapia de grupo, encierra en realidad una justificación algo más compleja.

Empecemos por la edad. Pertenezco a esa generación de niñas que se iban a dormir escuchando el cuento de Blancanieves, de Caperucita, de la Bella Durmiente o de Cenicienta. Y en nuestras inocentes cabecitas se iba forjando la romántica imagen del príncipe azul que vendría en su corcel para hacernos felices mientras comíamos docenas de perdices. Debo reconocer que siempre fui algo rebelde y me oponía a la idea de esperar a mi alma gemela mientras hacía punto de cruz o perfeccionaba mis técnicas de perfecta esposa. Nunca me gustaron las labores y desarrollé una necesidad imperiosa de sacarme las castañas del fuego por mi misma sin esperar que ningún aguerrido caballero lo hiciera por mi. Pero también es cierto que dejé que germinara esa imagen romántica de que me despertaran con un beso, de que fuera la más bonita del baile y de que un perfecto caballero fuera capaz de enfrentarse a todo tipo de pruebas para conquistar mi corazón.

Sí, lo asumo. En estos tiempos de feminismo exacerbado, me encanta que los hombres tengan detalles conmigo, que me cedan el paso en la puerta y ñoñeces por el estilo. Pero con el tiempo me he ido dado cuenta de que la historia en realidad tiene un final muy diferente. Si había un príncipe azul destinado para mi, o se quedó por el camino para dejar que su caballo descansara y alguna lagartona le impidió continuar, o llegó tarde a la distribución de animalitos y en lugar de un brioso corcel le tocó un podenco medio agonizante y aún está de camino. Entroncando con la introducción, además de la edad, mencionaba el hecho de que era asturiana. Algunas fueron más listas. Vease el caso de Letizia, que cansada de esperar a que su príncipe llegara a su tierra, se encargó de trasladarse a los alrededores del muchacho para que ninguna lagartona de sangre real le impidiera su objetivo.

Así que, a estas alturas, no espero ningún príncipe. Ni azul, ni blanco, ni negro, ni amarillo. Y lo de besar ranitas verdes para romper un terrible maleficio y conseguir que recuperaran su estado de hombre maravilloso tampoco me ha dado resultado. Después del beso, siguieron siendo ranitas saltando de nenúfar en nenúfar. ¿Me encontraré realmente ante el fin de los cuentos de hadas? Tendré que pedirles explicaciones a mis padres por haberme leido aquellos cuentos. O, quizás, me pondré a releerlos y quizás simpatice con los personajes de las hermanas solteronas o de la verrugosa bruja. Mejor aún; voy a recurrir a mi espejito mágico y preguntarle: "Espejito, espejito. ¿Quién es la más bella y simpática protagonista de un cuento sin príncipes?".

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