Sunday, March 23, 2008

Cero grados: ni frio, ni calor

Ese era el final de un chiste que me contaron hace tiempo y que estos días ha vuelto a mi memoria por razones diferentes. Nos estamos estancando en una tibieza contagiosa. Nos aislamos en nuestros caparazones y nos esforzamos en impedir que nada ni nadie nos saque de ese confortable estado de tibieza.

El pasado viernes encontraron a Francisco muerto en su casa. Para el grupo de personas que colaboramos en mi parroquia, Francisco era de sobra conocido. Un chicarrón alto, incluso con cierto atractivo, joven, siempre acompañado por su perro, un labrador negro al que cuidaba con mimo. Pero, a pesar de la descripción que acabo de hacer, Francisco estaba lejos de liderar el grupo de "jóvenes aunque sobradamente preparados y con futuro prometedor". Su futuro no podía ser prometedor mientras no fuera capaz de librarse de su dependencia al alcohol. Cuando llegó a la parroquia su estado era ya muy preocupante. Aún así, tenía ilusión, quería conseguirlo. Lo malo es que la ilusión muchas veces se desvanece ante la adicción y cada recaída dejaba su mente y su físico más dañados. El domingo se dio por vencido una vez más y se fue para su casa. Nadie supo más de él hasta que una vecina avisó a la policía porque llevaba dos días oyendo la televisión encendida.

La noticia cayó entre nosotros como un jarro de agua fría. Los que llevaban su caso, los responsables del centro donde intentaba desintoxicarse, los que le conocíamos de vista... Entre todos pululaba la duda de no haber hecho lo suficiente. Y la verdad es que no hicimos lo suficiente. Pero no solamente en el caso de Francisco. A nuestro alrededor podemos encontrarnos con muchos Franciscos. Hay mucha gente pidiendo ayuda a gritos. Pero o no les oímos o les oímos a medias, siempre y cuando no nos fuercen a salir de nuestra confortable tibieza cotidiana.

Pasamos por la vida cruzándonos con multitud de personas. Y digo "personas" porque el término "gente" hace que se diluya en una masa indefinida lo que en realidad es la suma de seres humanos con su identidad, con sus sueños, con sus problemas... En la sociedad de la tolerancia, del talante y de la Alianza de las Civilizaciones, resulta curioso que el mero hecho de saludar a un desconocido sea algo extraño. Nos costaría un gran esfuerzo saber cómo se llama la señora que limpia la oficina, el señor que nos vende el pescado, el vecino que nos encontramos de vez en cuando en el ascensor. Podemos pasarnos horas chateando a través de internet con gente a la que posiblemente nunca llegaremos a conocer en persona pero vamos perdiendo la capacidad de emocionarnos con el contacto directo, de preocuparnos por lo que sucede a dos metros más allá de nuestras narices.

Francisco llevaba colgada la etiqueta de "carne de cañón". Eso sí se nos da muy bien. Colocamos etiquetas contínuamente: "es un caso perdido", "no tiene los pies en la tierra", "es un idealista", "es un rebelde"... y de esa manera nos sentimos directamente exhonerados de cualquier responsabilidad porque, después de todo ¿qué podemos hacer nosotros?.

Rezaremos por Francisco y nos cuestionaremos ciertas cosas durante un tiempo. Pero al final, nuestra particular adicción a la comodidad y nuestra conciencia burocráticamente adormecida conseguirán devolvernos a ese estado de tibieza, de cero grados: ni frío, ni calor.